TODA MI VIDA
Estaba envuelto en papel marrón, de ese que llaman… no me acuerdo, pero tiene un nombre y no es estraza. El caso es que parecía mayor porque el papel, además de estar doble, no había sido recortado en su desproporción sino acoplado con dobleces y atado con cinta adhesiva transparente como si de una momia se tratase. Tuve que buscar la tijera para cortar la cinta, adherida en un todo y del todo y, mientras cortaba, sentía esa chispilla adrenalínica de saber que estaba haciendo algo “malo”. Intenté no dañar en mi labor de desenvolver aquel paquetito las letras que a bolígrafo indicaban “JASMIN” porque, de haber recortado una sola letra me habría sentido como mutilándole una oreja o un dedo a un ser con vida. Meses antes, muy convencida, me había propuesto no abrirlo jamás y conservarlo así toda la vida, cerradito, bien envuelto, acuñado casi, prieto y compacto, como suelen mostrarse todas las cosas valiosas. Dos manos, no dos manos cualesquiera, me lo trajeron de otro mundo, de otro país, de otro continente, de otra dimensión en la que esas manos y las mías a pesar de la lejanía física y dimensional se abrazaban y se fundían al menos tres veces cada cinco minutos. También dos manos lo embalaron y lo serigrafiaron y se lo entregaron a mis manos que eran las suyas y, a fin de cuentas, en la entrega ya supe qué contenía aquel papel marrón, así es que no debería de haber profanado el paquete como una ladrona premeditada y concisa pero, un pálpito o algo así, un pronto o una necesidad, un gesto natural o un simple “por qué no” – que a veces es lo más sensato entre tanto raciocinio - me ha hecho lanzarme precisamente ahora a desenvolver mi tarrito diminuto de esencia pura de jazmín para quemarlo en cuestión de minutos y aromatizar la estancia en la que me hallo escribiendo una especie de oda al botecito de extractos de jazmín que mi novio, mi compañero, mi amigo, mi estrella, mi confidente, mi hermano en luchas, mi bribón en juergas, mi quicio en mis desquicies, mi peana en mis días mochos me trajo tras una ausencia física y una estancia suya en Indonesia acordándose de mí y deseando que mis pituitarias y mi alma fueran felices porque, me guste o no, me podría morir mañana o en diez minutos y, en ese caso, mi tesoro se quedaría ahí, esperándome toda mi vida, toda esa vida mía que había pensado tenerlo guardado como oro en paño… Siempre puedo guardar el tarro vacío pero no siempre podré oler el jazmín ni su pelo, ni sus ojos ni sus poros ni sus regalos. Toda mi vida es ahora. Es una pena guardarla para luego.
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