LA INFINITA GRANDEZA DE LO MÁS PEQUEÑO
Al menos estuve diez minutos mirándola sin apartar la vista. No supe calcular qué edad tenía; sus arrugas octogenarias eran jóvenes comparadas con la senectud de sus ojos hundidos y seguramente sabios. A penas erguía su truncada espalda en la butaca y probablemente su oído no alcanzaba a escuchar nada nuevo que la vida no le hubiera enseñado ya. Sin embargo, me di cuenta enseguida que a pesar de su torpeza senil y de la demencia que las enfermeras le habían otorgado con todo el cariño del mundo, aquella señora era consciente de todo lo que ocurría a su alrededor. Josefa, sola desde hacía meses, esperaba en aquella habitación de hospital mediocre a que quedara una plaza en alguna residencia no menos elegante. Despertó en mi tanto interés que en un sólo rato comprendí la importancia de las cosas escandalosamente menos importantes; su encogido cuerpo pequeño y su situación irremediable me sacudieron por dentro. La vejez no es sólo una etapa de la vida, la vejez la creamos el resto de personas menos viejas, apartando de nuestras joviales vidas aquello que nos estorba para envejecer con tranquilidad.
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