Mi Campo de Girasoles

domingo, 15 de abril de 2012

IRREBATIBLE


Merece la pena creer en el más allá, donde quiera que esté y sea lo que fuere, sólo por el hecho de sentir lo que se siente cuando la fe está puesta en él. Casi todo el mundo lo ha comentado alguna vez, en reuniones, en charlas informales, después de oír alguna historia, tras conocer un hecho de explicación difícil... ¿tú crees que existe otra vida después de la muerte? ¿es posible que los que se van aún estén? Hasta el más agnóstico se lo ha debido de plantear alguna vez, por iniciativa propia o alentado por el fervor entusiasta de quienes aseguran que esa dimensión, etérea y contundente como el plomo a la vez, existe.

Yo me crié con esa idea, la mamé de una teta, la aprendí en unos libros, la escuché de mis viejos, la palpé a mi alrededor y, aún así, mi mente inquieta me llevó a cuestionar la verdad que el mundo que me rodeaba me imponía como única; resultaba tan surrealista a mi entendimiento que era inevitable no sentirme engañada. Ahora, aunque más veces de las que quisiera me pese, ya no succiono mamas, los libros los elijo yo, los viejos que me arropaban se fueron y a mi alrededor sólo quedan los supervivientes a la onda expansiva de mi naturaleza destructiva y, paradójicamente, es ahora cuando más convencida estoy de la existencia de ese espacio volátil y mágico, puro y amoroso, irreal y palpable, porque justo ahora, probablemente sugestionada por el dolor que indescriptible y poderosamente me atraviesa el alma, siento la mano muerta y caliente de quien cuando como un ternero de patas quebradizas y torpes caía de bruces me levantaba enérgica. En ocasiones lo siento como una caricia molesta del sol que se cuela por la ventana obligándome a abrir los ojos; otras veces, cuando mi pecho se agita incapaz de marcar un ritmo saludable a esa cosa que ha de bombear la sangre a mi cuerpo, lo siento como un aire que de pronto se mete en mi coche y me hace respirar mejor; alguna vez ha venido a mí con la forma de otro ser, algún anciano afable quizás, algún niño que cruzó su mirada con la mía tal vez, alguien que, sin saberlo siquiera, arrancó de mi gesto agrio una sonrisa sincera; adoro cuando llega mientras muero en la noche y deja que escuche su voz, que huela su piel, que aprecie su cara, que sienta sus poros, su afecto, su amor desinteresado, su perdón, su cariño, sus fuerzas, su "sigue, reina, sigue... sigue, mi niña, sigue bonita". Y tengo miedo muchas veces, me acongoja pensar que mi mundo onírico se vuelva vulgar y común y que mis contactos con el más allá se desvanezcan en la niebla de lo real.

Grande es la ciencia que salva a los hombres, que forja su mente y cura sus cuerpos y más grande aún es el más allá que la ciencia no conoce y desde donde vienen los míos a estar conmigo cuando yo más los necesito.