Mi Campo de Girasoles

viernes, 23 de marzo de 2012

SOLTANDO AMARRAS


Para según qué cosas deberíamos descrecer en lugar de crecer, o eso o revisar los cánones que amparan lo entendible por crecimiento hoy en día. Todos estábamos allí con la misma cara de resignación, bueno, a quienes yo veía les veía esa misma cara, evidentemente aún no he desarrollado la capacidad de ver mi propia imagen sin la ayuda de un espejo, pero si la cara es el espejo del alma probablemente en aquel instante yo ganaba en mala cara al resto de la sala con creces. Casi una hora de retraso llevaba la consulta, el tiempo era espeso y curiosamente frío, los que allí aguardábamos nos mirábamos de soslayo de vez en cuando con ese tipo de miradas que se gastan en las salas de espera de las consultas médicas de la seguridad social, es decir, divagando en la enfermedad del otro, en el motivo que le lleva a estar allí, buscando el protagonismo consolador de “yo fijo que estoy peor que tú…, y que el otro, y que esa que está en la esquina…” o miradas de envidia absurda del tipo “seguro que ella viene para una tontería… ojalá yo fuera ella, ay, qué mal tan grande el mío…”, en fin, una mierda de espera. El caso es que en mí se andaban cumpliendo todos los requisitos y significados más profundos de esas miradas, realmente no quería estar allí y a la vez sí quería estar porque me encontraba realmente necesitada de un profesional de la salud. Saqué mi libro, quería leer pero tampoco quería leer; pensé en mis cosas, quería pensar pero tampoco quería pensar; miré mi teléfono móvil… en efecto, quería mirarlo pero tampoco quería; no quería nada pero necesitaba de todo, vamos, lo que viene siendo un episodio de fatalismo existencial y un malestar físico y espiritual para agarrarse a la silla, siempre que el ataque de pánico no haya llegado hasta las manos convertido en sudor frío, claro. Y entonces, casi cuando me desboronaba, sonó. Dos salas más allá berreaba una criatura con escasos días en este mundo con la fuerza de un cosaco, chichaba sincera y desgarradoramente, abría con cada gemido de par en par los bronquios y vaciaba sonora y dolorosamente toda la angustia que lo afligía por dentro, así, tan pancho. Alguna vacuna, supongo, un primer pinchazo, quizás. Y yo, paralelamente a los preparativos de su intervención pediátrica, miré mi libro cuando no quería mirarlo, pensé en mis cosas cuando deseaba no pensar en nada, observé el teléfono cuando no me apetecía, me agarré a la silla sintiéndome desdichada cuando lo único que en realidad quería era chillar, llorar, berrear, partirme los bronquios, desbordar mi angustia y aliviar mi aflicción, pero se ve que crecí hasta el punto de aprender a contenerme y, si pensamos en lo que supone una contención, no creo que eso sea algo bueno, más que nada porque no somos herméticos y estamos llenos de orificios de entrada y de salida. Eso tiene que salir por alguna parte, es de cajón. Deberíamos descrecer un poco y soltar amarras antes de que nos convirtamos en contenedores de deshechos.