EL DOLOR INEXISTENTE
Suele pasar que aprendemos, o creemos aprender, el significado de las palabras por la experiencia ajena; empezamos a leer, a escribir, a escuchar, a vivir y todo nos resulta nuevo, raro, malsonante y exento, entonces llega alguien con forma de padre, de madre, de hermano, de compañero de escuela, de maestro, de personaje televisivo, de página de libro que nos va diciendo qué es cada cosa. Una mesa es un mueble horizontal formado por uno o varios pies, una frambuesa es un fruto de color rojo más oscuro que el de la fresa de olor suave y sabor agridulce, una zapatilla es un calzado cómodo y ligero que se usa para estar en casa… y así con todo, o casi todo. Llega un día, de repente, en el que lees una historia en la que alguien echa de menos cualquier cosa, llega un día en el que sientes un hueco extraño en alguna otra extraña parte de ti, llega un día en el que alguien te cuenta que se siente incompleto porque alguna cosa de su micro mundo se desvaneció y llega un día en el que alguien te explica, te muestra, te enseña, te representa, te dice, te ofrece su significado de echar de menos de la misma manera que te dibujaron una mesa de tiza blanca sobre una pizarra verde, de igual modo que te pusieron una frambuesa al lado de una fresa y de similar manera a cómo te hicieron cambiar tus zapatos de calle por unas zapatillas al llegar a casa. Pero no es así y no lo es porque determinadas cosas se aprenden y otras se prenden sin más. Y prendidas como sarcillos obsoletos o como reliquias del cuello de una vieja tintinean lastimando a quien las encontró ahí; ahí porque no se eligen, no se escogen ni se preparan pero, eso sí, se mezclan. Como una sopa rara se mezclan las añoranzas de lo que hubo con lo que hubiera. ¿De qué puede servir que te quedara más que clara la explicación sobre lo que se supone que es echar de menos cuando añoras aquello que ni por asomo viste? Yo echo de menos llamar a mi padre de usted y quererlo como se querían los antiguos, echo de menos el jazmín en el ojal del que me pretende mientras paseamos, yo de su brazo, él altanero, junto a vendedoras de castañas con pañuelos anudados al cuello y niños haciendo rodar un aro, echo de menos deambular por los escenarios aquellos en blanco y negro por donde me llevaron mis abuelos y mis propios padres, echo de menos el sonido de las llaves del sereno, los goterones de tinta sobre el papel amarillo, los calcetines con goma y los velos para ir a misa; y echo de menos el pan migado en la leche y los barreños de cinc y los perros sueltos por las calles, la laca en el pelo, la pata de gallo en el abrigo, el quinqué y la mariposa de aceite, y la achicoria y el molinillo y la cuchilla de afilar los lápices y la correa que amarra los libros, y los guantes y el misario y las cinco chinas y las muñecas de cartón… Y me cabreo, levemente. Me dijeron que echar de menos es suspirar por aquello que después de estar contigo se fue como se van los días y las noches. Y no, no es curiosidad ni avidez de saber, ni siquiera es la inquietud de quien admira los iconos de otras décadas ni la soberbia de quien cree haber estado en todas partes… me duele la ausencia de todo aquello casi como duele la ausencia del beso materno y la del propio reflejo de uno que se espera en el espejo en la mañana porque ha de estar ahí. Seis años de mi respiración bastaron para saber qué significaba echar de menos, aún no sé cuántos he de vivir para comprender qué es eso.
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