Mi Campo de Girasoles

jueves, 22 de marzo de 2012

SI LA DICHA ES BUENA


La vanidad es como cualquier otra adicción. Comienza tenue y silenciosa a la vez que va proporcionando al espíritu esa sensación engañosa de bienestar y de euforia típica de cualquier sustancia alteradora de las emociones verdaderas. Al principio causa síntomas vertiginosos, de plenitud, superioridad, autocontrol, todo un cúmulo de estados placenteros que engrosan el ego y lo suspenden en un nirvana que, como simple globo inflado de aire, necesita de soplidos y más soplidos para mantenerse flotando. Y es así como se apodera de uno, cada vez más y más soplidos no bastan porque el ego es ya tan gordo que ni cien mil globos en el éter serían capaces de sujetarlo. Y como adictiva que es, la vanidad desencadena en culpa y en posterior vacío cuando finalmente el globo sucumbe; primero llega el estruendo, el boom explosivo de tanta goma hinchada, luego el batacazo del pobre ego, obeso y dolorido por tan gran impacto, después la vergüenza de verse en el suelo. Afortunadamente, suele ocurrir con las caídas vergonzosas que el desparramado rápidamente se iza para evitar las miradas burlonas, con lo que tras sacudirse la ropa y mirar a los lados, el ego al fin será eso, un ego, ni flotante ni inflado, ni encima ni debajo del resto de su especie, un poco magullado por la caída pero feliz de no verse en la labor de depender de ráfagas de aire que, como chutes de jaco, lo impulsen a alturas que no le corresponden. Lo idílico es no engancharse, pero cuando un vanidoso cae, acaba de nacer una gran persona.