Mi Campo de Girasoles

sábado, 4 de agosto de 2007

CUANDO DAS LO QUE ERES




Una vez, cuando contaba sólo con once o doce años tuve que hacer un regalo. Era un regalo especial, para un día especial y para una persona no menos especial. Era víspera de Reyes y ya tenía el regalo de mamá y el de mi único hermano. Mi madre era feliz con cualquier cosa que proviniera de mi desde el cariño, y mi hermano andaba en esa edad en la que todo aquello que llevara impreso una marca deportiva le hacía tanta ilusión como me puede hacer a mi ahora un viaje hacia ningún lugar... Sin embargo, faltaba el regalo de mi padre. Bien es cierto que gasté todos mis irrisorios ahorros en los presentes de mamá y mi idolatrado hermano y sólo me quedaron unos pocos cientos de pesetas para mi progenitor. Durante días estuve observándolo. Me sentía miserable por no encontrar aquello que le haría feliz con tan bajo presupuesto..., hasta que le vi hacer un gesto que le ha acompañado durante casi toda su vida: con su espigada mano derecha sacó del bolsillo izquierdo y único de la camisa un pequeño peine que pasó por sus ondas rubias y grisáceas. Esperé al sábado por la mañana, que no tenía que ir al colegio, me levanté temprano, a las 11...., y sola, solísima, como una niña mayor fui hasta la calle donde mi madre compraba el perborato y la sosa caústica, o sea, a la droguería de la Calle Colón. "Deme un peine pequeñito de carey". Me sacó dos. El que me gustó me pareció espectacular, tan marroncito y fuerte, era perfecto. Antes de que aquel señor pronunciara el precio de tan codiciado ejemplar de peine, osé a decir "¿Me lo pone para regalo?". Aún recuerdo la expresión de su cara; fue una mezcla de ternura y de "dónde está la cámara oculta?". Pero lo envolvió. Era un papel en tonos verdes, muy para caballeros.... Qué tranquilidad, qué ilusión, qué sensación de acierto tuve cuando salí de aquel almacenucho....

Llegó la mañana de Reyes!!!, siempre fuimos pocos en mi casa, pero siempre he vivido esa mañana como si fuera el último día de mi vida, me encanta, la adoro, no la cambio por nada. Nos repartimos los regalos, labor que en mi hogar suele durar unos diez minutos dado el aforo. Cuando mi padre desenvolvió aquel objeto envuelto en papel de regalo verde para caballeros su cara quedó como para una foto... no sabría describirla... no era decepción, no era ilusión, no era alegría, no era pena, no fue sorpresa, no fue evidencia, no era nada y lo fue todo... Sólo la siempre descarada de mi madre tuvo el poder de romper el áspero silencio y dijo: "¿cómo es que le has regalado a papá ESO?". No lloré porque siempre fui orgullosa pero sentí como si una daga me rasgara las entrañas.

Hacía mucho que no recordaba este episodio porque, entre otras cosas, me juré olvidarlo como juré que nunca me peinaría con un peine falso de carey. Sin embargo, veinte años después, todavía puedo sentir esa daga helada que me araña por dentro, cuando pretendo hacer felices a otros y ellos sólo ven torpezas y presentes escasos en mi.