UÑAS DE COLOR AZUL
Un día me pinté las uñas de azul. No hace demasiado tiempo de aquello. De hecho, aún es un recuerdo que aporrea mi retina. No me comía las uñas…, bueno, estuve años sin hacerlo, plagié aquel placer sin fondo y lo transformé en expulsar humo lleno de alquitrán y compuestos químicos pero, al menos, mantuve mis uñas largas, duras y azules. A día de hoy, sigo expulsando humo contaminado por mis frágiles labios al más puro estilo Bette Davis a la par que mordisqueo mis uñas que ya dejaron de ser azules o color tinto o negras o ámbar y se quedaron en lasquitas raras transparentes que empuñan con un par de dedos un cigarrillo rubio. Claramente, un vicio no sustituye a otro, no. Un vicio complementa al anterior y a su vez será complementado por el que aún ha de llegar y así hasta mil consecuciones y una más. Putada grande la de los vicios. Conseguí dejar de morderme las uñas y gané una gran batalla, traducida a brillantes uñas color de cielo, de sangre o de noche. Pasaba mis dedines tenues sobre cualquier mesa como si aporreara un xilófono, nota por nota, caricia tras caricia, exponiendo y alardeando de elegancia y poderío. Era como la Preysler de barrio, a la vez que pestañeaba alentando al viento con un buen par de ojos dejaba caer el sonido de mis largas uñas sobre una superficie que se prestara para ello. De repente, o no tan de repente, dejé de revolotear con mis manos para llevármelas a la boca, volví a comerme las uñas… lo confieso. Y no es tan trivial como parece, me temo que no… Hay mucha carnaza ahí… la vida hace que te comas a ti mismo, te automutila o, te autoabastece… a las ricas uñaaaaas!
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