Mi Campo de Girasoles

domingo, 22 de enero de 2012

MÁS ALLÁ DE LOS SUEÑOS


Los sueños son fascinantes como lo son los mundos extravagantes y peligrosos en cuanto a manipulación de sentimientos generados de las manos de aquellos que hacen de su interpretación un modo de vida sugestionando a soñadores ya de por sí preocupados. A mí siempre me ha maravillado lo onírico, seguramente porque mi naturaleza lo es; bastante pronto empecé mis pinitos sonambulísticos para luego seguir, ya más entrada en años, charlando en sueños como una cotorra, o despertándome en apariencia consciente para después olvidar todo cuanto había hablado o hecho en esos primeros minutos de resurrección. El caso es que aunque no hago caso a pies juntillas a todos esos gurús modernos que se empeñan en buscar y encontrar visiones futuristas en las representaciones nocturnas de nuestros subconscientes, sí es verdad que creo fervientemente en la naturaleza espiritual de algunos sueños. Esta noche la toqué en la cara, era igual de suave y tersa que siempre, le di la mano y sentí el calor de sus venas fundiéndose con las mías, me recogí en su tórax y, mientras me rodeaba con sus brazos, me acomodé en la almohada fresca y cálida de sus pechos tiernos y fuertes. Allí lloré como una niña pero consciente de ser una mujer, ahogando mis sollozos para no hacerla sentir culpable. Me apretaba más fuerte y decía mi nombre alternándolo con “mi niña” a la vez que su voz luchaba empatando con el nudo espeso alojado en su garganta.

Había llegado guapísima, desapercibidamente arreglada, y quedó conmigo haciendo uso de su sociabilidad innata. Lo supe a través de la gente que la apreciaba, andando por la calle, ellos me avisaron de que la habían visto en la plaza que hay dos calles más allá de mi casa. Te está esperando, me dijeron, no quiere pasar por casa para que no te asustes, pero va andando despacio hacia allí. Me costó caminar, típica angustia repetitiva y común en muchos sueños universales, me pesaban las piernas e incluso llegué a pensar que mi capacidad de andar y correr lucían mermadas de tanto tabaco, me lamenté por ello. Durante los escasos veinticinco metros que anduve con mis piernas de plomo por aquella acera iba pensando en la improbabilidad de que todo aquello estuviese ocurriendo de verdad, puesto que me encontraba soñando y no había posibilidad alguna de encontrarme con mi madre muerta y, mucho menos, cuando yo era plenamente consciente de que me hallaba en el mundo del subconsciente. Sin embargo, al verla, realmente la vi. Me avisó cautamente sobre la clandestinidad de su visita, haciendo hincapié en el secretismo de que nadie más podía saber que estaba allí, me dejó claro de dónde venía y me pidió con la serenidad y la madurez con la que las madres de verdad piden las cosas que me mantuviera tranquila en el momento de su nuevo adiós. Recuerdo que sentí alivio al comprender que ciertamente existía ese más allá y puede que, arrastrada por la emoción de haberla vuelto a ver, sintiera una prisa enfermiza por llegar cuanto antes a aquel sitio. Después vino el abrazo, el recogimiento en su pecho, mis caricias en su cara, las dagas benditas de sus ojos en los míos, sus manos enjugando mis lágrimas, las palabras del alma que no sonaban y el nuevo adiós sin reproches ni aspavientos. Desperté con los ojos pegados de lágrimas secas y los despegué llorando de nuevo al compás de unos cuantos hipidos que me salían de muy adentro, seguramente del adentro del subconsciente, convencida por supuesto de que todo había sido verdad, una verdad bien alejada de las verdades que proclaman los interpretadores impostores de los sueños ajenos.