LA NOCHE DE LOS MUEBLES CRUJIENTES
De nuevo llegó la noche sigilosa y contundente y tras hacerse la remolona jugueteando con las páginas de la última lectura lo envolvió todo con su negrura y su majestuoso vacío sonoro. Como si escondida en su tarima cómica diera las pautas a los integrantes de su compañía teatral, exhaló su aliento frío simulando el chasquido de la claqueta para que comenzara la escena. Fueron apareciendo todos. Los pies, casi gemelos, ocuparon su sitio haciéndose hueco en el calor de la ropa, le seguían las piernas que se retorcían intentando acomodarse de acuerdo con el tronco y los brazos que parecían por momentos tres o cuatro en lugar de dos, y la cabeza, rendida y sin fuerzas ya para hacer de batuta, entraba como podía en una simbiosis espesa con la almohada que se hendía sin remedio ante el afán de un cráneo por abrirse paso impaciente en la nada del descanso. Cuando el ritual se hubiera completado las entrañas así lo sabrían, puesto que eran ellas las que daban por concluido el preámbulo y avisaban de que el aplauso estaba próximo y, con él, la caída del telón que daba paso al sueño. Y en medio del aspecto desértico y desordenado de las bambalinas que reposan hasta nuevo uso todo quedaba en calma, al fin, hasta que como gatos abandonados que empiezan a recobrar fuerzas comenzaba a chirriar la madera a intervalos previsibles y no menos espeluznantes. Con cada crujir de la cómoda una idea aún no dormida saltaba en la cama, en cada punzada de la silla un propósito no cumplido se incorporaba para colocarse las sábanas, cuando maullaba la mesita un deseo no alcanzado descolocaba la almohada.
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