MARUJAS DE BANDERA
Me encontré con dos vecinas de una de las calles que más recuerdo de mi infancia, porque viví en dos más sin contar la actual y, bueno, de la primera apenas tengo recuerdos coherentes, ya en esta segunda casa aprendí la tabla del dos, con lo cual mi memoria empezaba a trabajar sí o sí. Estas dos vecinas son madre e hija y, como yo – según me dicen a veces – atemporales, por aquello de que las he visto con el mismo cuerpo y la misma cara de hace décadas. Aquella calle en la que viví bastantes años no se caracterizaba precisamente por la mente abierta y el tipo de vida “alternativa” de sus vecinos, más bien era una calle de batas de cuadritos de vichy, de babuchas y tubos en la cabeza, de bolsas de basura en las casapuertas, de “niño, baja pa´ bajoooo!!!!” y “niña, sube pa´rribaaaaaaa!!!!!”, sin embargo, estas dos eran la mar de modernas para su tiempo. La hija se separó bien pronto de su marido por no encajar con él y estar hasta el chocho de escuchar que alguien le dijera lo que tenía que hacer ( palabras de ella, según recuerdo entre el dos por uno dos y el dos por cinco diez ) y su madre, viuda desde siempre creo, se dedicaba a cuidar a sus dos nietas mientras la madre de éstas, hasta el chocho, trabajaba, iba a tomar café y se emperifollaba de lo lindo para salir con sus amigas sin ningún maromo que le sugiriera deja de hacer esto o mejor haz lo otro; las niñas llamaban mamá uno a la abuela y mamá dos a la madre, eran dos soles de criaturas y su madre y su abuela caían bastante bien en el vecindario, de hecho, aunque por aquel entonces yo era bien chica, ahora tengo claro que aquella señora, aquella abuela de tubos en la cabeza, bata con bolsillos sobre la ropa y babuchas en los pies, despertaba en mí un cierto interés que entonces yo no sabía identificar, quizá fuera su descarada forma de hacer ver al resto de marujas que, a pesar de su atuendo y su condición puebleril, tenía una mente y una personalidad que iban más allá de las charlas en la puerta las noches de verano en las que se sacaban las sillas de la playa y los tintos de cartón para cotorrear hasta las tantas de la madrugada; me cayó realmente bien esta mujer de siempre, además, con mi madre se llevaba de muerte, de bien quiero decir, supongo que por esa exquisitez que siempre tuvo mi estrella para establecer afinidad con las personas grandes de espíritu.
Tuve que pararlas por la calle porque, aunque vi cómo me habían clavado sus ojos con una mirada de esas que recibes a veces de la gente mayor que tú y que transmiten un “qué muchacha más linda”, no me reconocieron. Sólo me bastó abrir la boca y sonreír y enseguida noté cómo se alegraban enormemente de reencontrarse conmigo. Lo que vino después fue algo que todos hemos protagonizado alguna vez, vamos, frases protocolarias del tipo “cuánto tiempo” “qué guapa” “qué delgadita” “qué alegría” y, eso sí, besos de abuela a mansalva, toma y toma y otro y que suene, me encanta. Y nada, que volvieron a despertarme esa admiración extraña que ya había conocido cuando aún vestía uniforme; su modernidad amarujada, su marujeo moderno, sus vidas puestas al servicio de un pueblo que sigue muchas veces viviendo en la posguerra y sus mentes prácticas haciendo lo que les sale del tete… desconcertantemente admirables. Mezclaban en su conversación conmigo planteamientos que se debatían entre un feminismo reivindicativo y un “¿ya te casaste?”, barajaban palabras como independencia, nuevos tiempos, avance y “ahora a tu padre lo llevas tú, no?” y además, a la vez que se les iluminaban los ojos observando que me había convertido ya en una mujer hecha y derecha y de mi tiempo, con mi flequillo, mis piercings y mi frescura, decían “tu madre ha dejado aquí una reliquia, eres su calco”. Ha sido toda una experiencia y una enorme alegría encontrarme con ellas. Siempre me maravilla ver qué esconde la gente debajo de las alfombras de los estereotipos. Desconcertantemente admirables.
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