Mi Campo de Girasoles

sábado, 13 de octubre de 2012

¿HAS VISTO LO QUE HACE LA ZORRA DE TU HIJA?


Hoy he vivido una posesión, pero posesión posesión… con instante de ojos casi vueltos y todo…

Cuando era pequeña, o mediana, quiero decir cuando tenía esa edad en la que casi todas las cosas que hacían o decían los mayores de tu familia te hacían sentir vergüenza, quería morirme – metafóricamente – cada vez que mi madre, con ese dulce descaro suyo, soltaba una fresca ante alguna situación que, por el motivo que fuese, le resultaba incómoda. Era como si en aquellos momentos yo tuviera la inminente necesidad de gritar al mundo “no, yo no soy su hija, no la conozco de nada”. Luego, con el tiempo, se me fue pasando esa vergüenza adolescente al menos un poquito, porque para ciertas cosas sigo siendo igual de gilipollas…

Esta mañana iba a trabajar en el autobús con la cara de poca jarana, mucho sueño y veinte preocupaciones. Me gusta colocarme las gafas de sol y evadirme detrás de ellas como si dos cristales de hormigón armado me protegieran de las inclemencias de la vida, aún así, en la primera parada, una señora se me colocó al lado… Mi reino por mis auriculares, pensé. Pero no, no los llevaba en el bolso hoy…

Enseguida, nada más empezó a hablar, me di cuenta de que la señora, de unos cuarenta y ocho años, se medicaba con antidepresivos; por suerte o por desgracia sé bien cómo se nota eso en una persona, además en tan solo dos minutos dijo por lo menos tres veces “… y como yo padezco de depresiones…” A los tres minutos de estar oyendo el zumbido cojonero de su voz pegada en mi oreja izquierda mientras yo no hacía más que mirar por la ventana, empecé a sentir que una fuerza sobrenatural de otro mundo comenzaba a apoderarse de mí… Como en cualquier película de exorcismos y posesiones demoníacas, mi cuerpo entero se agitó nerviosa e inevitablemente… la pierna con el típico “tic tic tic” rítmico, una de mis manos tocando un piano invisible, mis dientes superiores mordiendo mi labio inferior… En arameo creo que no hubiese podido hablar, ni siquiera pensar, pero por mi mente pasaban frases del tipo “cállate, zorra” a velocidades infernales… hasta que, tras un giro ocular y de cuello, se produjo la posesión; el espíritu de mi madre entró en mi cuerpo y, mirando fijamente a la urraca parlanchina, dijo “Mira, hija, yo no tengo ganas de hablar por hablar, ni siquiera te conozco y me duele la cabeza”. “Ah, bien… ¿quieres un Dolalgial, muchacha?”, “no, gracias… quiero que deje de hablarme, por favor”.