PREJUICIOS PUTOS...
Qué niño más raro… me hubiera aliviado catalogarlo de imberbe, pero no… tenía esa pelusilla incómoda que quisieras afeitar o, mejor aún, aserrar hasta lo rojo tan pronto como fuera posible aún no siendo tuya, es decir, que cuando la llamas incómoda, lo haces refiriéndote a lo que sientes cuando la ves, no a lo que puede llegar a sentir el imberbe en cuestión cruzando su puente personal hacia el mundo de los hombres con barba afeitable… en fin… yo llevaba allí aproximadamente unos diez minutos, el tiempo de media lata de cerveza y dos cigarros… vale, sí, suelo ser rápida para según qué menesteres… y, en realidad, a los tres segundos de haberme sentado allí, ya lo había visto. Llevaba un libro entre sus brazos y, entre sus brazos, quiere decir eso, entre sus brazos… no lo llevaba en la mano, ni lo portaba consigo, ni poseía un libro, ni tenía un libro con él… llevaba un libro entre sus brazos con pasta de color azul marino y grosor suficiente como para ser una Biblia. Lo agarraba como un seglar, como un curita remilgado, como un imberbe asustado y afanoso de refugiarse en su libro. Yo le miraba de soslayo y con desprecio. No soy una persona despreciativa, pero suelo mirar con desprecio… ya, suena inexcusable, realmente no me importa como suene, miro así a veces y punto. Llegué a aquel banco después de una tarde de trabajo parcial agotador, tan agotador como si hubiera sido un día de trabajo con turno doblado, lo cual me hacía sentir más desgraciada aún… con un turno parcial me sentía como si hubiese estado picando piedras en una mina… una mina llena de mierda apestosa, de agradecimientos sociales y de auto convicciones laborales, una mierda, vaya… aún así, suelo apreciar las pequeñas y por tanto las grandes cosas de la vida. Mi latita, mi tabaquito, mi banquito… a un lado, la estación de tren rozada con desdén competitivo por una flota de taxistas en la misma acera, enfrente, la estación de autobuses y a mis espaldas una ristra de bares en los que me podría haber tomado una caña si no hubiera echado cuentas antes en mi cartera verde de flores que tan poquito alberga… mejor el banquito y la lata. Embelesada y envidiosa miraba a los que llegaban de festejar la feria con los zapatos y la dignidad en sus manos. Me empezaba a dar algo de miedo el imberbe… a tan sólo cuatro metros de mi banquito, reposaba en otro banquito abrazando su libro y sabía que, como yo, también tenía capacidad visual para abarcarme con su rabillo del ojo… y habló el imberbe con pelusa “hay que ver cómo va la gente en la feria…”… y entonces, como otras tantas veces, comprobé que soy vulnerable, accesible y por Dios bendito, que no me lea ningún delincuente, violable. Me faltó el tiempo para charlar con el de la pelusa… el pelusoso resultó tener un puntito entre gay y cateto de pueblo que me hizo dudar todo el rato que duró la conversación de su condición sexual… era tan cateto y tan marujo que yo no era capaz de distinguir la pluma del tono Paqui la del quinto B… supe que el libro que llevaba arropado entre sus manos era un libro de esos que llevan los mormones por las casas, supe que el chaval se llamaba José María, supe que su mayor ídolo era el difunto obispo Rafael, natural de Arcos de la Frontera, como el cateto en cuestión… supe que el chico quería ser sacerdote y que no lo había logrado por no tener cursado un bachillerato como Dios manda, nunca mejor dicho, supe que sólo tenía amigas y muy pocos amigos, lo cual me hizo dar tres tragos seguidos a mi lata ( se me desboronaba la idea del cura frustrado y volvía a mi la del gay incomprendido…), supe que cuando salía del pueblo le venían a buscar en coche porque temía coger el autobús ante un robo de cartera, reloj o una violación… ( más de pueblo no podía ser el chaval…), supe que el libro mormón lo obtuvo porque lo cambió por su biblia a los nórdicos con los que se encontró en la única cafetería en la que se atrevió a entrar porque probablemente la deshidratación ya no le dejaba vivir…, supe que a pesar de su corta edad no le importaba ni una mierda que fuera feria o que se llevara el pelo de punta, supe que cada sábado el chavea despertaba temprano, cogía una biblia e iba al cementerio de Arcos a rezar por los difuntos, supe que a él no le importaba cómo le quedaba el bigotillo suave encima de su mini labio superior ni la rebeca de forro polar que casi le tapaba las rodillas, supe que tenía un motivo y más de uno para vivir y supe que no era distinto a mi. Antes de encenderme el cuarto cigarro ya le había contado una síntesis de mi vida que no hubiera sido capaz de redactar ni en el examen para pasar a la vida eterna… puto raro… llegó su amiga ( no me la esperaba de otra forma, mayor, de la edad de su madre y en un coche con más pinta de tronco móvil que de cualquier otra cosa… estos niños tienen ese tipo de amistades ) y él tuvo la decencia de pedirle que esperara un momento únicamente para chocar mi mano y decirme “me ha encantado conocerte y hablar contigo, ojalá tengas mucha suerte en la vida…”, puto raro… me la dio sin mano… sólo pude balbucear “que vaya bien, José María…”…. Él ni siquiera sabía mi nombre…