Mi Campo de Girasoles

lunes, 28 de noviembre de 2011

EL ASUSTADOR ASUSTADO


Soy incapaz de matar a un “pescadito de plata”… no puedo, se me atraganta en el esófago del alma el hecho de aplastarlo con mi babucha ( porque suele pasar que siempre, o casi siempre, los encuentro cuando estoy mañaneramente ataviada de pijama y alpargata o cuando pretendo recogerme alpargatera y con máscara de pestañas rancia después de un día largo en el que siquiera sé si alguien reparó en mi máscara de pestañas ). Qué ser tan paradójico el pescadito de plata!!! Sí… ya… es un bicho hogareño y, por ello, indeseable – nadie quiere tener bichos en casa- pero, qué sé yo… quisiera abrazarlo si supiera que no se iba a romper en su propio polvo o a desquebrajarse en su mismo ser – porque es como si sólo con rozarlos con la punta del pie entraran en una agonía de milésimas de segundo-, quisiera abrazarlo por el simple y contundente hecho de que no sé qué diantres hace allí, en mi baldosa, como algunas veces yo… ¿ A dónde vas, pescadito de plata, tan frágil y ridículo…? ¿qué quieres? ¿qué buscas? ¿tú dónde vives? ¿dónde viven los pescaditos de plata cuando no salen a jugarse la vida de un mero soplido humano? ¿qué merece tanto riesgo? Ay! Pescadito de plata mío…! qué hago contigo? Noooo… tonto, noooo… el desagüe nooo… quita de ahí!!!! pero, carajo! si es que te intento ubicar con mi índice susurrante, indicándote el camino, como si no te tocara siquiera y ya te retuerces y te duele… y mueres, agasajado y dolorido… ¿ cómo ayudarte, bicho torpe? Me haces sentir mal, que lo sepas… Pero no voy a pisarte ¿cómo puedo aniquilarte si yo soy un pescadito de plata en un mundo que se cree de oro?

viernes, 18 de noviembre de 2011

TODA MI VIDA



Estaba envuelto en papel marrón, de ese que llaman… no me acuerdo, pero tiene un nombre y no es estraza. El caso es que parecía mayor porque el papel, además de estar doble, no había sido recortado en su desproporción sino acoplado con dobleces y atado con cinta adhesiva transparente como si de una momia se tratase. Tuve que buscar la tijera para cortar la cinta, adherida en un todo y del todo y, mientras cortaba, sentía esa chispilla adrenalínica de saber que estaba haciendo algo “malo”. Intenté no dañar en mi labor de desenvolver aquel paquetito las letras que a bolígrafo indicaban “JASMIN” porque, de haber recortado una sola letra me habría sentido como mutilándole una oreja o un dedo a un ser con vida. Meses antes, muy convencida, me había propuesto no abrirlo jamás y conservarlo así toda la vida, cerradito, bien envuelto, acuñado casi, prieto y compacto, como suelen mostrarse todas las cosas valiosas. Dos manos, no dos manos cualesquiera, me lo trajeron de otro mundo, de otro país, de otro continente, de otra dimensión en la que esas manos y las mías a pesar de la lejanía física y dimensional se abrazaban y se fundían al menos tres veces cada cinco minutos. También dos manos lo embalaron y lo serigrafiaron y se lo entregaron a mis manos que eran las suyas y, a fin de cuentas, en la entrega ya supe qué contenía aquel papel marrón, así es que no debería de haber profanado el paquete como una ladrona premeditada y concisa pero, un pálpito o algo así, un pronto o una necesidad, un gesto natural o un simple “por qué no” – que a veces es lo más sensato entre tanto raciocinio - me ha hecho lanzarme precisamente ahora a desenvolver mi tarrito diminuto de esencia pura de jazmín para quemarlo en cuestión de minutos y aromatizar la estancia en la que me hallo escribiendo una especie de oda al botecito de extractos de jazmín que mi novio, mi compañero, mi amigo, mi estrella, mi confidente, mi hermano en luchas, mi bribón en juergas, mi quicio en mis desquicies, mi peana en mis días mochos me trajo tras una ausencia física y una estancia suya en Indonesia acordándose de mí y deseando que mis pituitarias y mi alma fueran felices porque, me guste o no, me podría morir mañana o en diez minutos y, en ese caso, mi tesoro se quedaría ahí, esperándome toda mi vida, toda esa vida mía que había pensado tenerlo guardado como oro en paño… Siempre puedo guardar el tarro vacío pero no siempre podré oler el jazmín ni su pelo, ni sus ojos ni sus poros ni sus regalos. Toda mi vida es ahora. Es una pena guardarla para luego.

viernes, 11 de noviembre de 2011

ESA VOZ QUE SÓLO YO OIGO... ¿ES UN SUCEDÁNEO... ?


Fui de sucedáneos casi desde siempre. Yo no tuve Barbie, tuve Darling, que era una chava rubia, con más carne plasticosa que la Barbie y con menos tetas que ella y que, para más inri, tenía dos pies que eran dos barcas; tampoco tomaba Coca Cola, yo era de Casera (un vaso al día de los de toda la vida, no era de tubo, era rechoncho y bajito, de los del café de la sobremesa); las zapatillas de deporte para el cole se las compraba mi madre al bizco, que era un señor de mirada difícil que colocaba cada día su puesto de zapatos y babuchas en la trascuesta de la plaza de abastos, no tuve Adidas, ni Nike, ni Reebok hasta muy tarde ( exceptuando unas J´hayber que heredé de mi hermano y este de mis primos y que, probablemente, calce hoy algún chaval en alguna parte del mundo. Carne de perro eran ) Mi Colacao era cacao soluble Vivó, la marca del supermercado de pueblo de siempre, del que se atrevió en aquellos años a abrir un supermercado, también rojo y amarillo el bote, claro, y el primer perro que tuvimos en casa era eso, un perro, no llevaba chip ni pedigree pero tenía unos pelos largos color canela que requerían un aseo exhaustivo con champú de un bote grande y aparatoso en el que únicamente se leía “champú familiar”. A este perro nunca se le cayó pelo, a mí tampoco. A pesar de que en casa nunca se celebró escandalosamente la Navidad, solíamos comprar una vez al año una botellita de sidra El Gaitero que, según me explicó mi madre, era exactamente lo mismo que el cava de los anuncios… y así, generalizando, me crié en un imperio de similares cosas y de plasmados materialismos a los que existían allá afuera, detrás de la muralla que delimitaba mi reino, nuestro reino.

Sin embargo, se forjó en mi, sucedáneo tras sucedáneo y abrazo tras abrazo, risa tras risa, mirada tras mirada, complicidad tras complicidad, una denominación de origen con sello de calidad que todavía hoy perdura y que, como cualquier legado que se precie, vivirá por siempre. No estoy abierta a venta de derechos de autor en ese sentido ni tengo afán alguno de padecer modificación que lo mejore. Mi denominación de origen es tan mía como la vuestra y ya sabéis de lo que estoy hablando y, si no es así, habéis dado con el blog erróneo, que no errado.

sábado, 5 de noviembre de 2011

ATLANTA


Tengo una horrenda manía en cuanto a formas de educación se refiere, y es que me gusta escuchar – educadamente, claro está – cuando creen que no escucho. Y una vez, así, paseando, atándome un cordón del zapato y sujetando la correa del perro, escuché – y vi – a un par de dos ( no sé si familia, amigos, conocidos, transeúntes, ajenos… qué sé yo ) sentados en un banco de piedra y debatiendo filosofías que tendrían que constar en los libros, que seguro constan. “Yo me podría morir mañana mismo” decía el hombre joven, desaliñado, con media barba y con pinta de no tener mayor ocupación que la de tostarse al sol del mes de octubre ( de los octubres de hace unos años en los que el sol era de agradecer ) “La madre de Dios!” le gritaba el viejo ataviado de viejo, con su pantalón de mil rayas, su cinto sobaquero, su camisa abotonada hasta el cuello y su peine de carey simulado asomando en el bolsillo. “Qué barbaridad, hijo mío!!! tienes toda la vida por delante…!!! Qué pecado mortal, qué desatino pensar así… Vamos, vamos… ya quisiera yo tener tu edad para hacer veinte mil cosas que ya no puedo… desde luego, que no sabéis lo que tenéis… qué contradiós!!!” “Pues eso le digo” seguía el desaliñado “que yo me siento yo mismo hasta donde estoy hoy… no sé lo que me queda por hacer porque no sé cuanto voy a vivir, pero hasta donde estamos ahora mismo no me he dejao ni una cosa dentro, ni una ni media, haya cuajao o no haya cuajao, pero largarlas las largo, las buenas, las malas, me siento a gusto… y tó lo que me pasa por mis adentros es mío y de nadie más y no tengo ná de nadie que no me lo haya querío dar… asín es que si me fuera mañana me iría conforme…” Me pareció demasiado alargar la atadura del cordón diez segundos más, así es que me fui. Estuve varios días pensando en el viejo y en el de la media barba y, después de debatirme conmigo misma, llegué a la conclusión de que se puede vivir una vida longeva sin estar y estar brevemente estando. Uno puede hacer crecer su alma al más puro estilo Atlanta o bien dejar que las sombras de sus edificios lo cobijen. Posicionarse para ser, estar y partir.