Mi Campo de Girasoles

lunes, 11 de abril de 2011

VENTANUCOS...


Estuve esperando un rato detrás de la puerta con ese apuro educado y ridículo que produce llamar o incluso abrir sin hacerlo ante una visita que se me había antojado espontánea y sincera. Era una puerta robusta en cuanto a materiales y sólo sellada en las zonas clave; la distancia que se hacía hueco entre el suelo y el comienzo de la puerta no sólo dejaba paso a la patita de un cordero, también a millones de panfletos publicitarios y hasta a cajitas de bombones tamaño exprés, a ráfagas de viento colmadas de pelusas, a ratoncejos perdidos buscando queso, a personajes de cuento desterrados por la cruel madurez de los niños e incluso dejaba pasar hasta mis zapatos claridad, podía notar la luz y la temperatura del interior. A ratos encogía los dedos de los pies por el frío que percibía del otro lado para luego estirarlos hasta casi perder el equilibrio mientras un sol cálido y de patio de parvulario se paseaba entre mis uñas… Dentro, se apreciaba un silencio sonoro, de esos que al apretar los ojos molestan en las templanzas del alma. El portón tenía un ventanuco, entreabierto. Me sorprendió en él la ausencia de un herraje que impidiera meter la mano más allá, puesto que a pesar de que el diminuto ventanal estaba encajado, la madera hinchada permitía desplegarlo sin traba y probablemente, de haber tenido un brazo medianamente largo, podría haber accedido al pomo desde dentro… cuánta confianza… pensé, con los tiempos que corren… La madera era verde, preciosa. Se apreciaban las betas marrones clareando en las zonas de mayor uso, lo que hacía del portón un elemento añejo y encandilador por aquello de las combinaciones tierra y verde moteadas de vejez sana. Me alegré de estar allí clavada sin abrir ni llamar, sin entrar y sin marchar, simplemente me alegré de contemplar. Pasado un rato tuve inquietud; no era hambre ni sueño, no era cansancio ni aburrimiento, no era desidia ni desgano, era lo que era, era mi pundonor tocando en la puerta no verde, no añeja, no encandiladora, no nada de mi ser… me recordaba febril y maliciosamente para qué me había postrado hasta allí… y tenía razón. Me tocaba entrar. Golpeé la primera vez con la misma cadencia que la mano de un púber agita su primera caja envuelta en celofán el día de Reyes… y nada. La segunda vez, al unísono de mis golpes, cantaron los latidos en mi pecho, entonando un grito vergonzoso y descarado a la vez, y me fui soltando, puesto que a la tercera vez que toqué, el ventanuco se movió, consecuencia de mi aporreo, y mi vergüenza fingió desaparecer o más bien se pavoneó ante la puerta con cara de “venga, nena… ábrete…” Como movida por el viento o por una mano invisible, la madera verde cedió a un lado y el frío- calor que hacía un buen rato mojaba los pies inundó todo mi cuerpo, sentí el pelo hacia atrás, conmovido por aquel suspiro… ya estaba dentro. No escuché portazo alguno, por lo que egoístamente pensé que de quedar aquello abierto cualquiera podría aprovechar mi arrojo y colarse en mi pasaje, sin embargo, al echar la vista a mi espalda queriendo salvaguardar mi exclusividad sólo vi mi cara expectante; daba igual en qué dirección mirara, me vi mil veces, tantas cuantas miré… quise correr. Mis piernas eran la prolongación de unas enredaderas bonitas y crueles que forjaba mi propio desasosiego, tardé en comprenderlo. Lo comprendí y me sosegué. Aún así, quedé impávida y firme. Mi cintura magra me permitía girar en casi trescientos sesenta grados, no tuve valor de sacar los pies del chotis… Siempre contemplaba mi cara, mis ojos, mis estigmas y mis porvenires… entré. ¿Cómo pude olvidar, pensé, después de aporrear tantas puertas sin nombre, ponerle un letrero a la mía? De haberlo hecho no tendría que estar usurpando una propiedad ahora…