Mi Campo de Girasoles

jueves, 3 de marzo de 2011

IMPOSICIÓN...


Conozco yo a una pareja de perros que me cae más que bien, bien hasta donde humanamente se entiende bien y comienza lo canino. Me gustan, me encandilan, me soliviantan, me desconciertan, me hacen pensar, me activan, me serenan, me gustan. Bodegueros ellos dos, él Lucero y ella Luna, afincados como pueden en el despacho de vinos de enfrente de mi casa, qué digo enfrente… caigo de la cama y topo con un barril de oloroso… Algunas temporadas los veo hasta la saciedad. Han engordado. Como engordan los bodegueros, en barriga y en musculatura piernil. En ocasiones, me olvido de ellos y, sólo algunas veces, como hoy, entro a la tienda a comprar un par de latas y a preguntarle a Antonio por los canes. “ Por ahí andan” , dice… mentira. Mentira cochina, Antonio… por ahí no andan, los habría visto… Ella, bodeguera plena, seguramente esté rondando una bodega de la zona, la de La Gitana, seguramente, en un afán sano y vital de llevarse sangre caliente a la boca y, como la he visto otras veces hacer, llegará al despacho con un trocito más que considerable de ratón en la boca… parió hace ya tiempo, pero su instinto de mujer perruna le lleva a seguir llevando comida a su nido; él, bodeguero insolente, estará tres calles más allá, olisqueando febril y enfermamente los resquicios de las pisadas y meadas de alguna hembra bien avenida y, con suerte y soslayo, consiguiendo favores de alguna perra desquiciada y sola que no conoce otra cosa más allá del dejarse hacer. Y siempre vuelven los dos. Ella y él. Al despacho, al despacho de vino, a la tienda, al sitio donde les dejan reposar de sus quehaceres, sin mantitas ni sofás de tela, sin caricias en el entrecejo ni arrumacos en la barriga. Antes de entrar se huelen, se chupan, se besan. Se quieren así. Se quieren en su desdicha de bodegueros de tienda, de los que matan ratones y ladran a los malos que pretendan usurpar; se quieren a pesar de sus “cuernos perrunos” y sus paranoias de recopilar comida para hijos inexistentes. Se quieren en la necesidad de la supervivencia de la raza, de la estirpe y, qué cojones, de la vida. Nunca les he visto mientras duermen, de hecho paso semanas sin verles, pero apuesto tres dedos de mi mano más útil a que duermen ovillados uno al lado del otro.