NOCHEVIEJA
Durante casi treinta y cinco años, por no contar mis años de bebé y el año que ya pasó, tomé las uvas, o las pasas, o las peladillas e incluso doce trocitos de jamón serrano con mi madre que ahora está en el cielo. Ese día, con su medianoche, constituye el trío de los días especialmente vulnerables en mi vida junto con la mañana de reyes y el día de mi cumpleaños. Cada Nochevieja mi madre y yo nos sentábamos una al lado de la otra haciendo como que nos daba un poco lo mismo aquel ritual de las uvas; ella se comportaba así porque siempre aparentó un desprecio extremo por todo lo frívolo, aunque en sus ojos yo viera su ilusión desbordada por volver a compartir aquel momento conmigo, y yo, yo me recataba un poco en mi algarabía de festejo interior por no destacar y por mostrarme parecida a ella, aunque estuviera nerviosa de pura emoción. Y las dos sabíamos todo esto y lo hacíamos nuestro. Algunos años, siendo yo aún pequeña, nos acompañaba mi hermano y seguramente mi padre, pero según pasó el tiempo, mi hermano marchó donde su vida y volvía intermitentemente algunas Nocheviejas y mi padre no tenía el cuerpo para uvas, así es que nuestro círculo del fin de año se fue estrechando y consolidando en un círculo mágico suyo y mío. Yo adoraba verla tragar las uvas, o lo que fuera, con ese ademán que ella tenía mezcla de altanería y de persona capaz como intentando decir al mundo “no me voy a ahogar, me las como bien. Mira, mira qué bien me las como…” a la vez que aguantaba la risa y demostraba que era igual de humana que todos y que, efectivamente, sí se atoraba un poco. Yo siempre acababa antes, supongo que poniendo todo de mi parte para que la buena suerte me acompañara durante todo el año que recién esbozaba, y luego, mientras ella aún masticaba las últimas uvas, le agarraba la cara con mis dos manos escuálidas y le estampaba un beso hasta sentir el hueso de su cara hundiéndome los labios. “Feliz año nuevo, mami”, y a las dos se nos caían unos lagrimones como garbanzos, orgullosas de haber vivido juntas un año más y deseosas de lo mejor para cada una en el venidero.
El año pasado, antes del treinta y uno de diciembre, me asusté un poco; me daba susto afrontar ese momento sin ella, enfrentarme a esa vulnerabilidad que me atrapa cada treinta y uno del duodécimo mes y que me afloja el alma hasta el punto de pisármela cuando me cae por el pernil. Afortunadamente, mi susto no fue más que una de las mayores alegrías que me deparaba la vida cuando pude engullir doce uvas preciosas al lado de la persona más maravillosa que encontré en este mundo y por quien mi corazón palpita después de arrastrar la sangre por mi cuerpo mientras, estoy segura, ella lo celebraba desde arriba.
Han pasado los meses y de nuevo me está aporreando la vulnerabilidad el pecho; para mi cumpleaños aún faltan muchos días con sus noches, la Nochevieja y el día de reyes ya me están hablando.