Mi Campo de Girasoles

domingo, 26 de febrero de 2012

MARUJAS DE BANDERA


Me encontré con dos vecinas de una de las calles que más recuerdo de mi infancia, porque viví en dos más sin contar la actual y, bueno, de la primera apenas tengo recuerdos coherentes, ya en esta segunda casa aprendí la tabla del dos, con lo cual mi memoria empezaba a trabajar sí o sí. Estas dos vecinas son madre e hija y, como yo – según me dicen a veces – atemporales, por aquello de que las he visto con el mismo cuerpo y la misma cara de hace décadas. Aquella calle en la que viví bastantes años no se caracterizaba precisamente por la mente abierta y el tipo de vida “alternativa” de sus vecinos, más bien era una calle de batas de cuadritos de vichy, de babuchas y tubos en la cabeza, de bolsas de basura en las casapuertas, de “niño, baja pa´ bajoooo!!!!” y “niña, sube pa´rribaaaaaaa!!!!!”, sin embargo, estas dos eran la mar de modernas para su tiempo. La hija se separó bien pronto de su marido por no encajar con él y estar hasta el chocho de escuchar que alguien le dijera lo que tenía que hacer ( palabras de ella, según recuerdo entre el dos por uno dos y el dos por cinco diez ) y su madre, viuda desde siempre creo, se dedicaba a cuidar a sus dos nietas mientras la madre de éstas, hasta el chocho, trabajaba, iba a tomar café y se emperifollaba de lo lindo para salir con sus amigas sin ningún maromo que le sugiriera deja de hacer esto o mejor haz lo otro; las niñas llamaban mamá uno a la abuela y mamá dos a la madre, eran dos soles de criaturas y su madre y su abuela caían bastante bien en el vecindario, de hecho, aunque por aquel entonces yo era bien chica, ahora tengo claro que aquella señora, aquella abuela de tubos en la cabeza, bata con bolsillos sobre la ropa y babuchas en los pies, despertaba en mí un cierto interés que entonces yo no sabía identificar, quizá fuera su descarada forma de hacer ver al resto de marujas que, a pesar de su atuendo y su condición puebleril, tenía una mente y una personalidad que iban más allá de las charlas en la puerta las noches de verano en las que se sacaban las sillas de la playa y los tintos de cartón para cotorrear hasta las tantas de la madrugada; me cayó realmente bien esta mujer de siempre, además, con mi madre se llevaba de muerte, de bien quiero decir, supongo que por esa exquisitez que siempre tuvo mi estrella para establecer afinidad con las personas grandes de espíritu.

Tuve que pararlas por la calle porque, aunque vi cómo me habían clavado sus ojos con una mirada de esas que recibes a veces de la gente mayor que tú y que transmiten un “qué muchacha más linda”, no me reconocieron. Sólo me bastó abrir la boca y sonreír y enseguida noté cómo se alegraban enormemente de reencontrarse conmigo. Lo que vino después fue algo que todos hemos protagonizado alguna vez, vamos, frases protocolarias del tipo “cuánto tiempo” “qué guapa” “qué delgadita” “qué alegría” y, eso sí, besos de abuela a mansalva, toma y toma y otro y que suene, me encanta. Y nada, que volvieron a despertarme esa admiración extraña que ya había conocido cuando aún vestía uniforme; su modernidad amarujada, su marujeo moderno, sus vidas puestas al servicio de un pueblo que sigue muchas veces viviendo en la posguerra y sus mentes prácticas haciendo lo que les sale del tete… desconcertantemente admirables. Mezclaban en su conversación conmigo planteamientos que se debatían entre un feminismo reivindicativo y un “¿ya te casaste?”, barajaban palabras como independencia, nuevos tiempos, avance y “ahora a tu padre lo llevas tú, no?” y además, a la vez que se les iluminaban los ojos observando que me había convertido ya en una mujer hecha y derecha y de mi tiempo, con mi flequillo, mis piercings y mi frescura, decían “tu madre ha dejado aquí una reliquia, eres su calco”. Ha sido toda una experiencia y una enorme alegría encontrarme con ellas. Siempre me maravilla ver qué esconde la gente debajo de las alfombras de los estereotipos. Desconcertantemente admirables.

domingo, 12 de febrero de 2012

POCO PAN Y PÉSIMO CIRCO


No fui nunca niña de circo, vamos, quiero decir que a mí asistir al mayor espectáculo del mundo no me traía de cabeza; yo era más de escenarios con focos a los pies, de estolas de plumas y de divismos a lo Olga Ramos. Recuerdo que cuando llegaba un circo al pueblo algunas niñas fardaban en el colegio y te pasaban las entradas por la cara a la vez que presumían del padre tan enrollado que tenían porque las llevaba a la tarde al circo; no voy a decir que no surtieran ningún efecto en mí aquellas muestras de pavonería de mis compañeras porque, entre otras cosas, yo era una cría y aún no sabía escribir siquiera palabras como “indiferencia” o “prioridades” y aunque probablemente sus significados ya estaban incubándose en mí, yo lo desconocía. Yo simplemente sentía el coraje que siente un niño cuando otro le restriega alguna pertenencia de la que él carece, ley de vida, vaya. Pero a mí el circo de Alaska o el de Bruselas o el rumano me importaban un pimiento. De hecho una tarde, de la que me acuerdo como si fuera antes de ayer, mi madre, en un afán de no ser menos madre que la vecina de enfrente, me llevó al circo con la Cariri y sus dos hijos después de que ésta se presentara en mi casa apremiando a mi madre con un “venga mujer, que los chiquillos disfrutan mucho y lo tenemos ahí a dos pasos…”. Yo creo, ahora que veo las cosas desde otra perspectiva y ahora que conozco los años de desavenencias matrimoniales que sucedieron a la Cariri tras aquella tarde circense, que ésta lo que pretendía era tomar a mi madre como paño de lágrimas en una de aquellas gradas improvisadas sobre aquel solar de albero y charlarle como una cotorra mientras sus niños y yo nos evadíamos embelesados en el fantástico y mágico mundo del circo… Nada más lejos que todo eso, yo, con mi abriguito de paño y mi bufandita de pelotillas al cuello, estaba embelesada y con los ojos como platos soperos, sí; digamos que con siete años ridículos me encontraba en aquel circo apestoso experimentando mi primera crisis de ansiedad, mi primer ataque de pánico, mis primeros sudores en las palmas de las manos, mis primeras palpitaciones, mis primeros escalofríos y mis primeros pensamientos oscuros en el más puro silencio en el que se viven estas cosas y más aún cuando tienes siete años de mierda y apenas tienes lucidez para diferenciar si lo que te duele es la barriga o el estómago o el bajo vientre… cómo cojones le iba a explicar yo aquello a mi madre?!! en el supuesto poco probable de que me hubiese escuchado… la Cariri la tenía absorta en un movimiento resignado de cabeza de ese que adopta uno cuando quiere hacer creer al otro que lo está escuchando y, lo que es más importante, entendiendo. Es el mismo movimiento que lucían aquellos perros satánicos en los salpicaderos de los coches y exactamente el mismo que años más tarde hice mío para las clases de física y química.

El caso es que al salir de casa para asistir a aquella carpa me habían arrancado de mi pequeña monotonía responsable infantil, no me consultaron ni me preguntaron por mi agenda, pisotearon mi organización vital y con ella mi dignidad, me sacaron de mi orden simétrico y cósmico con el que ahora sé que he nacido… que estaba haciendo mi tarea, carajo!!! eran unos ejercicios horripilantes de la tabla del tres; los habían edulcorado con unos dibujitos de conejitos y gatitos y florecitas y chorraditas, pero era la puta tabla del tres! La tablita toca narices que rompía mis esquemas tan afianzados ya del mundo par… mis dos manitas, mis dos piececitos, mi par de ojitos, mi papi y mi mami, mi abuelo y mi abuela, mis dos coletitas, mi hermanito y yo… era la jodida asimetría que empezaba a asomar el hocico en mi vida y aquellas dos arpías me habían raptado sin piedad de mi batalla particular contra el número tres en la que empuñando mi lápiz, mi goma y ataviada con mi uniforme de niña seria pensaba pasar la tarde hasta pisarle el gañote al número barrigón. Pero no. Allí estaba yo lamentándome con cada risotada del aforo ante la poca gracia de aquellos payasos de vidas tristes, contemplando la temeridad sin sentido ( como todas las temeridades ) de los trapecistas adúlteros, observando el rascamiento incesante de los bichos infestados de pulgas, escandalizándome con los remiendos mal cosidos del techo de la carpa y asustándome por momentos cada vez que alzaba la vista y veía cómo caía la tarde y como la negrura de la noche acababa con cualquier atisbo de posibilidad de terminar a tiempo mis deberes aquel día antes de que el sueño me cerrara los ojos… Del regreso a casa, de la cena y del calvario que tuve que pasar al comprobar que al día siguiente me iba al colegio sin la tarea hecha no recuerdo nada, supongo que me hallaba en puro trance traumático y, como la mente es lista – o eso dicen – mis sistemas de auto lavado se habrán encargado ya de no dejar rastro de aquellos momentos tediosos. A Dios gracias.

Y bueno, recuerdo mucho el episodio del circo últimamente, no en versión trauma, claro, más bien en versión asociativa. Y es que una cosa me lleva a la otra porque con este frío suelo sacarme el sujetador ingeniándomelas para no tener que sacar los brazos de la camiseta, es decir, al más puro estilo prestidigitador. Me quedaba con la boca abierta cuando se lo veía hacer a mi madre. Dios!!! no se ha quitado la ropa y le ha salido el sostén de las mangas!!!!! ( porque mi madre llevaba sostén… ) y me parecía el mayor truco de magia jamás hecho por el ser humano y mi madre me parecía la madre más guay y más lista del mundo, y aquel era mi circo y era el único que me gustaba y cuando me sentaba a última hora del día frente a mi madre para presenciar su proeza de traspasar tejidos sin ningún esfuerzo yo ya tenía mis deberes hechos y era una niña tremendamente responsable y feliz.