MI CAJA SIN FONDO
Llegué a creerme tan poderosa y tan fuerte que nunca me imaginé aquí, desparramando palabras y aliviando mis pesares del alma como una vagabunda de los sentimientos, como una ardilla que no sabe dónde soltar su bellota o como un capo de la mafia que no sabe ante quién derramar una lágrima. Ahora, en cambio, no sólo sé que ni fuerte ni poderosa soy, sino que además ni esperar puedo a un recipiente donde vaciar mis agonías porque, de hecho, se me van cayendo a cada paso, en cada pestañeo y en cada suspiro. Precisamente ahora que lo escribo, acabo de percatarme de que caminar, pestañear y suspirar son actos involuntarios, ya que no he querido hacer nada de las tres cosas en los últimos tiempos y sin remedio las hago...
El anhelo llega a nublar los sentidos, de hecho, llega a convertirse en un sentido más, falso porque desemboca en quimeras, y auténtico porque reviste en lo más profundo del alma. Montañas de veces escuché la voz de quien ya no está, con su justa tonalidad, con su propia fonética y con todas y cada una de sus peculiaridades sonoras. También escuché sonar el teléfono bien sabiendo que era cosa improbable y ciertamente incierta; a veces anhelar lleva al espíritu, esa cosa etérea que todos sabemos tener, hasta estados de vigilia onírica en los que distinguir la realidad de lo ensoñado es ardua tarea para una mente anhelante que no tonta; sabe la mente que divaga en un limbo agridulce de lo que fue con lo que pudiera, con lo que quisiera, con lo que no ha de morir, ni fenecer ni desteñirse mientras rema sin mástiles por un mar de realidades, crudezas, malformaciones de sus fantasías más deseadas y arrecifes de imposibles y, abandonada al aire que se pierde en velas inexistentes, prefiere naufragar antes de reconocer que ya hace un tiempo dejó de navegar, porque el hilarante estado del que anhela encierra la esperanza y el motor de la vida que ya no posee quien ni para anhelar fuerzas retiene.