UN SÁBADO CUALQUIERA

Nunca he sido fanática de nada, creo que soy demasiado orgullosa para eso... sin embargo, hubo una época de mi vida, la cual recuerdo emocionada, en la que como cualquier otra adolescente, mi vida giraba en torno a la ropa, los chicos, el botellón, las pellas y, en mi caso, en torno a Martika. Un día escuché una canción, me cayó en gracia la chica y empecé a empapelar mi habitación con fotos y posters mientras me aprendía todas las canciones como si me fueran a examinar al día siguiente. A la par que escribo, caigo en la conclusión de que después de todo, voy a tener que retractarme de mis primeras palabras de este post... pues al mismo tiempo que tecleo, recuerdo como mis cortes de pelo iban variando en función de cómo mi amiga aparecía en sus videos... está claro, me retracto, me volví un poco fanática aunque me cueste admitirlo... Recuerdo también cómo, para no perder la costumbre y andando siempre en mi línea, me sentía incomprendida. No había más de tres almas en todo el instituto que conociera a esta mujer; eso me sacaba de quicio a la vez que hacía que me reafirmara en mi postura rebelde propia de tan fatídica edad. Aún recuerdo ese día en el que un chico de mi clase me dijo "Sabes que te pareces a Martika??"; no sé qué pretendía, pero ese día me sentí la persona más importante del mundo...
Ayer subí a la azotea. El sol del mediodía calentaba la ropa en los cordeles y el aire se llenaba de olores florales y místicos; olía a ropa de madre. Tras varios días de lluvia, los tejados se habían plagado de sábanas, mantelerías, ropas de trabajo y ejércitos de calcetines ondeantes en hileras..., había tanto silencio que creí escuchar los latidos de mi corazón agitado. Dejada caer en el pseudo muro observé un rato a las aves, únicos seres visibles vivos en un radio de unos 800 metros a mi alrededor. Deseé ser uno de ellos. Imaginé el cielo infinito flanqueado por dos enormes alas batientes, dejando a mi paso edificios, coches, farolas, gente... Llegué surcando las nubes hasta donde pude sentir la sal húmeda de la costa y en un vuelo rasante sentí las gotas marinas que, al secarse, dejaron mi cara tirante. Me acerqué al sol imprudentemente, sintiendo ese escalofrío de cuando el calor casi te roza el alma; volé durante un buen rato por donde mi vista alcanzaba a conocer, me sentí ligera y libre... hasta que el cansancio de quien vuela por vez primera me recordó que tenía que parar... dónde? Ante una respuesta incierta, dejé de ser ave y continué tendiendo ropa...
