Hay noches en las que las horas pasan y pasan… y vuelven a pasar. Hay noches que se confunden con el día, días que comienzan en la noche. Caminas sobre el suelo frío, de camino a la cocina ves tu reflejo en algún espejo, como si fuera alguien que te acompaña en esa larga trayectoria anti onírica que se repite un amanecer tras otro, a veces miras y ves vacío, otras miras y vuelves la cara. Ya no tienes ojos hinchados al despertar, sólo te queda el sabor en tu alma del último cigarro dos horas antes y el recuerdo vago de una melodía de piano que aporrea tus horas de no sueño, un “Moonlight Sonata” continuo que no deja que tu vida repose al menos durante cinco o seis horas seguidas.
En esos instantes de desesperado cansancio, es incomprensible el sueño de la humanidad, ¿cómo pueden?, ¿cómo es posible no pensar?, ¿se puede detener la mente sin más?, ¿qué hice para no poder tener paz?, ¿qué no hice para tenerla?, ¿mi cuerpo se hizo fuerte o mi sique se volvió omnipresente hasta el punto de no dejarme dormir?
Bailas, lees, ordenas, coses, sonríes, ojeas fotos, te levantas, te sientas, caminas, te vistes, te desvistes, organizas, recoges, arreglas el mundo desde una silla, escribes, borras, comes, piensas, oyes, te lamentas, te cansas… no duermes y concluyes en una afirmación fruto del raro orgullo que te queda intacto a esas horas “no lo necesito. No necesito desconectar motores para afrontar la mañana”, y te lo crees. Y la afrontas, pero no la dominas. Y la historia se repite y se repite y se repite… y llegan las estrellas, y la quietud, y lo negro, y vuelve a sonar el piano en el pecho mientras los grillos agitan sus patas y tres cuartas partes de la humanidad con cara de párvulo sonríen a Morfeo. Qué envidia.