Nada, era una de esas noches en las que la dependencia de mi peluda amiga canina frente a mi libertad de tomarme el mundo como si únicamente fuese mío me puede, digamos que la culpa con cara insidiosa y gesto desaliñado me puso a rastras los zapatos y me llevó hasta la placita de afuera de casa, donde mi mini yo cuadrúpedo olisquea sus arriates y sus quicios añejos para concluir con tres meadas aliviadoras su vejiga y no menos gratificantes para mi alma culpable, en otras palabras, fui a sacar a la perra tras pensármelo repetidas veces, habiéndome colocado ya la ropa de estar y quedar indefinidamente en casa y habiéndome llenado el estómago con lo poco que necesito para sentirme nutrida, pero estaba a gusto, carajo, bien a gusto en casa. No sé si la placita de afuera fue más grande antes o es más espaciosa ahora, sé que se comieron el acerado y con él mis probabilidades de aparcar cerquísima de casa y que sustituyeron los dos escalones que alzaban a la plaza hasta donde se merecía por un suelo raso que se confunde con el suspiro prudente de los coches que ahora le acarician el costado ( antes la plaza era más mía, por aquello de salir del edificio, subir dos escalones y sentirme aislada del sonido de los automóviles ); ahora quedó vendida, a la altura del asfalto, plagada de plagas en sus palmeritas que antes fueron palmerones y timada con cuatro limoneros saqueados que antes fueron arbustos salvajes en los que nadie reparaba aún contagiándose a diario de su verdor… total, que me voy por los cerros, los cerros de lo que mi placita fue… entre tanto civismo y arquitectura razonable le colocaron en uno de sus laterales ( yo lo veo a un lado, supongo que siempre salgo por el mismo sitio ) una “vaquita”, sí, un “chorrito”, eso, un “quitasecos”, una fuente, carajo, un grifo con adornos de los de toda la vida que ya que viene al caso y, más aún, siendo el motor precursor de este relato, comentar sin ánimo de ofender a las gerencias locales pertinentes, que ante un síndrome ineludible de deshidratación inminente más bien y mejor provecho a mi salud me haría morderme la lengua como un cochino hasta salivar y aliviarme que pretender coger agua de tan coqueto surtidor… porque mira que está duro el botón con sus castas enteras! Y estando yo a escasos metros de la fuente, a punto de entonar un “venga, nena, vamos…” marujil como yo sola – a la perra- se me pararon los pies en seco. Me cuesta calcular la edad a según qué edades, mayor que yo? sí, tampoco mucho más. Era una de esas mujeres a las que le acoplas un par de hijos y a las que le imaginas no menos nietos, canosa pero poderosa ( como todas las canosas… que una ya tiene unos años ). Me miró. Andaba la cosa entre prepotente y lastimera – es bien sencillo mirar así cuando no sientes orgullo de lo que haces pero haz de hacerlo-. A su alrededor, y rondando la fuente, había unas siete garrafas vacías de esas de agua mineral de cinco litros cada una. Me sentí una pija imbécil, colmada de nada, estúpida incluso. No hace falta imaginar in situ el grifo de la ducha desparramando agua para sentirse así, ni siquiera pensé en la de veces que pedí una botellita de agua en cualquier gasolinera por la que pagué un puto y redondo euro, ni en la Solán de Cabras cayendo como una catarata por el bebedero de mi perra cuando se le suelta la barriga, en realidad no pensé en una mierda, simplemente me sentí mal, fuera de lugar, estorbando, molestando e increpando con el sonido de mis llaves que, lo mismo, recordaban a aquella mujer, más mujer que yo en muchísimos sentidos, que en cierto modo la fuente era mía… qué estupidez. Y así de estúpida crucé la verja y entré con mi niña en casa. Y además de todo esto, que es material más que suficiente para que un sueño reparador tras un día de rascamiento de barriga, ahora que lo pienso, no puedo dejar de pensar en cómo cojones aquella mujer se llevó a saber dónde las siete garrafas llenas de agua procedentes de una fuentecita que yo no soy capaz de accionar por dura que está cuando la sed me aprieta un poquito…